Los datos oficiales confirmaron días atrás que la pobreza trepó al 52,9% en el primer semestre y que dos tercios de los menores de 14 años forman parte de hogares bajo la línea de la pobreza, al tiempo que en los grupos de 15 a 29 años apenas desciende al 60,7%.
Estas abrumadoras cifras se expresan en dolorosas realidades y son parte de una penosa herencia. No hace mucho, desde este espacio, reflexionábamos sobre cómo la pobreza y la marginalidad pueden fomentar la delincuencia juvenil. Si sumamos la crisis educativa, la proliferación de las drogas, la falta de valores y límites sanos, todo esto alimenta una creciente y enorme deuda social.
Algunos de los protagonistas de esta tragedia llegan a los titulares de los diarios, con rostros blureados por tratarse de menores de edad. Días atrás fue el turno de un adolescente de 16 años, detenido luego de haber robado un celular y una cadena en el barrio porteño de Recoleta. Su ejemplo revela que ese “Estado presente” que nos vendieron en las últimas dos décadas tampoco ha servido para resolver esas situaciones. De lo contrario no podría ocurrir que el prontuario de A. T. E. M. registre 71 arrestos previos por robos en poblado y en banda, hurtos, amenazas, encubrimiento agravado y tenencia de estupefacientes. Un funesto récord iniciado en 2020 cuando apenas tenía 13 años; un promedio hasta la fecha de un arresto cada 15 días. Seis entradas suma en lo que va del año al Centro de Admisión y Derivación Úrsula Liona de Inchausti (CAD), un segundo hogar.
El buen trabajo policial explica la larga lista de veces en las que detuvieron a A. T. E. M. tanto en el centro porteño como en los barrios de Balvanera, Recoleta, Palermo y Belgrano, principalmente sobre los ejes de líneas de subte que recorren esas zonas. Pero de poco sirve. Tampoco ha servido que, para nuestra ley penal, su inimputabilidad absoluta expirara al cumplir los 16 años, pues en nada cambió su comportamiento. Como él, muchos adolescentes acumulan episodios delictivos de distinta gravedad en su historial, muchas veces en connivencia con adultos que aprovechan su condición.
La vida en común no puede sacrificarse en favor de simpatías hacia quienes carecieron de oportunidades. Tampoco se puede otorgar licitud a los ilícitos acomodando las leyes para disimular las fallas de un Estado tan politizado como ideologizado que abandonó a los más vulnerables, dejándolos sin oportunidades y empujando a muchos de ellos a delinquir.
La necesidad de contar con un régimen penal juvenil es cada vez más perentoria. La puerta giratoria de parte de una Justicia que no ejerce debidamente la tutela de quienes viven alejados de las instituciones formales de la sociedad agrava el cuadro.
El jefe de gobierno porteño, Jorge Macri, destacó la postura de la Ciudad: “Cometer delitos tiene consecuencias. El orden y la seguridad no se negocian. Un menor que comete un delito de adulto tiene que ser juzgado como adulto”. Su ministro de Seguridad, Waldo Wolff, se refirió a la detención número 72 del menor afirmando que “así no se puede seguir”. Agregó que “solo en ocho días detuvimos a 74 menores en diferentes hechos delictivos, pero sin una nueva ley penal juvenil van a seguir saliendo”. La inseguridad acecha y cercena vidas.
El debate sobre la baja de la edad de imputabilidad está pendiente, pero debe involucrar también cuestiones de infraestructura, presupuestarias y de atención posterior de los menores. La Convención Internacional de los Derechos del Niño no fija una edad a partir de la cual pueda este ser objeto de reproche penal. La tutela y protección de los menores involucran al Estado, a la familia y a la comunidad a la hora de elaborar políticas. Urge atender esta demanda de una sociedad en vilo que no renuncia a pedir castigo para quienes sin respeto por la vida propia o la de otros la ponen minuto a minuto en peligro.