Cristina Kirchner sigue desandando el camino que abrió Néstor Kirchner. Y corre el riesgo ahora de ir a contramano de esa senda. No dio esta vez el primer paso, pero sí tal vez esté dando el más decisivo o el más definitivo. Aunque se proponga lo contrario.
El operativo (auto)clamor que ella misma lanzó para presidir el Partido Justicialista es más que una contradicción con el antiguo desprecio que ella misma le ha dedicado al instrumento creado por Juan Perón como herramienta electoral. Es la expresión de una crítica situación política antes que la manifestación de la relativa fortaleza que aún ella conserva en una parte considerable del electorado peronista nacional.
El predominante silencio que dentro del peronismo siguió a la autopostulación cristinista y algunas tibias reacciones de oposición contrastan con los aplausos y ovaciones que hasta no hace tanto seguían a sus proclamas. También exponen una nueva manifestación de ese agónico fin de ciclo, que el kirchnerismo transita y al que viene sobreviviendo desde hace casi una década.
El giro en U a la trayectoria de su esposo es inocultable. A poco de llegar a la presidencia en 2003, Néstor Kirchner se propuso algo más que tomar el control del PJ. Como lo hizo en 2005, al derrotar a Eduardo Duhalde y cooptar la poderosa estructura del peronismo bonaerense.
Desde ese momento, el santacruceño empezó a romper las fronteras del PJ para construir algo más grande, como fue el kirchnerismo, al que convirtió en una fuerza hegemónica dentro del peronismo a lo largo de casi dos décadas y en la política nacional durante una decena de años.
Cristina Kirchner sale ahora a romper los estrechados límites del kirchnerismo para tomar el control formal del PJ y abre paso al gran interrogante que desvela a muchos dirigentes peronistas y consultores políticos cercanos a ese espacio.
La pregunta crucial que el peronismo no cristinista se hace es, si en lugar de fortalecer y ampliar al justicialismo, la exbipresidenta terminará, en este proceso, de achicar al peronismo imponiéndole su propio techo y obturando una renovación, en lugar de ampliarlo, como dice proponerse.
El antecedente de lo hecho por Máximo Kirchner en los últimos cuatro años da soporte a esa inquietud que se expande como una mancha de aceite. Cuando el hijo de los dos presidentes se hizo con la conducción del PJ bonaerense, dio lugar a una hipótesis que decía que su objetivo era romper el cerco estrecho de La Cámpora para expandir sus dominios, por un lado, y para rejuvenecer el peronismo, por el otro.
El tiempo demostró que si bien la exagrupación juvenil conquistó territorios municipales y mejoró (en sentido amplio) la situación individual de varios de sus dirigentes, también sufrió disputas, fugas o distanciamientos (los casos de Andrés “Cuervo Larroque y de Axel Kicillof son paradigmáticos), se ganó enemigos internos (además de los externos que ya tenía) y no sumó más referentes ni nuevos militantes juveniles.
Por el contrario, a medida que los líderes camporistas ocupaban cargos (nacionales, provinciales, municipales y en empresas públicas y privadas), envejecían y su gobierno nacional fracasaba, los nuevos electores jóvenes se distanciaban de ese espacio o lo miraban con espanto, como la referencia del lugar donde no estar y no pertenecer. Javier Milei sigue agradeciéndolo. El futuro que ellos ofrecían seguía en el espejo retrovisor en un presente que padecían todos y más aún los que no habían vivido aquel mítico pasado.
El fallido gobierno de Alberto Fernández, a quien Cristina Kirchner (y La Cámpora) llevaron a la Presidencia, terminó en la debacle electoral de 2023 y la llegada a la Presidencia de un outsider ubicado en las antípodas de la narrativa y la praxis kirchnerista, que ni siquiera contaba formalmente con un partido propio a nivel nacional y que solo dos años antes había tenido su debut absoluto en una elección.
El resultado de ese proceso, que había entrado en remisión profunda en 2013 y logró una sobrevida por el fracaso del gobierno de Mauricio Macri, es que el peronismo quedó con el menor número de gobernadores y legisladores desde 1983.
Después de un año en el desierto y en ese escenario desafiante en el que el Gobierno antagónico mantiene altas cuotas de popularidad, aunque se demoren los éxitos, Cristina vuelve a ofrecerse como la redentora de una fuerza confundida, en la que no han emergido nuevos liderazgos.
La expresidenta asoma como la referencia, desde su aún alto piso de fieles (la mayoría de las encuestas le da más de 35 puntos de imagen positiva) pero bajo techo de adherentes (casi 60% de rechazo) fuera de su grey. También refuerza su condición de tapón para una renovación. Ni ella cede espacio, ni otros se animan a lanzarse a ocuparlo sin que les habiliten el acceso.
La gran pregunta es por qué se lanza ahora para presidir el PJ, más allá de la necesidad formal de renovar una conducción partidaria, todavía en manos de Alberto Fernández, el exiliado de Puerto Madero. Toda una expresión del estado del que fue el partido hegemónico.
Las elucubraciones y las hipótesis son muchas. Más allá de los fundamentos expresados por la propia Cristina Kirchner, de “enderezar lo que se torció”, y relanzar el peronismo (que no es lo mismo que renovar). Razones personales y políticas asoman entre los argumentos y las justificaciones que se esgrimen en el peronismo.
“Cristina vio que la encuestas empiezan a mostrar una caída de Milei y del apoyo al Gobierno, y consideró que era el momento para salir a ocupar la escena y, como nadie logró instalarse y encarnarlo, lo hace ella”, dicen en sus cercanías.
A eso se agrega el temor a una mayor disgregación del peronismo, cada vez más cerca de parecerse a esa confederación de partidos provinciales, de intereses divergentes, en que se convirtió la UCR tras la salida anticipada del poder de Fernando de la Rúa, en 2001.
En ese plano se inscribe la dura acusación de “transfuguismo político” que le dedicó ayer a los diputados que avalaron el veto a la ley de financiamiento universitario y, por ende, a los gobernadores Osvaldo Jaldo, de Tucumán, y Raúl Jalil, de Catamarca, a los que responden esos legisladores. Nadie podría acusarla de haber perdido los reflejos políticos, aunque se le pueda cuestionar si las respuestas que sigue ofreciendo satisfacen las nuevas demandas.
El sentido de la oportunidad, sin embargo, es puesto en cuestión por un consultor al que el peronismo suele escuchar: “Me parece que se apuró viendo las encuestas que muestran que Milei viene cayendo y Axel [Kicillof] creciendo. Pero, como decía Napoleón, si su enemigo se viene equivocando, ¿para qué interrumpir la equivocación?”.
La mención al gobernador Kicillof no es casual y allí aparece otra de las respuestas. “Hace ocho años, ella privilegió a Axel como hijo político para evitar que su hijo biológico la jubilara. Ahora, cuando Axel enfrenta a Máximo y a La Cámpora, y empieza ampliar alianzas, dentro y fuera del peronismo, lo sale a taponar para evitar que le tramite la jubilación, porque ese sería el destino ineludible. A su sombra nadie puede superar sus límites. Y mientras nadie se anime a tratar de romper esos límites ella no le va a dar ninguna escalera a nadie”, explica un peronista bonaerense que conoce como pocos el impermeable mundo kirchnerista.
El silencio de Kicillof y su círculo de confianza, que poco se ha expandido desde que pasó de economista a político, así como la ratificación del acto del Día de la Lealtad en el que será el único orador y no esperan que vaya “la jefa”, expresan la dilemática situación en la que lo puso Cristina Kirchner.
“La larretización de Axel avanza a pasos acelerados”, ironiza un peronista que alguna vez fue kirchnerista. La maliciosa referencia al fallido intento de llegar a la presidencia de Horacio Rodríguez Larreta se sostiene en la condición de candidato ineludible por anticipado del exjefe de gobierno porteño y su falta de determinación para doblegar al líder partidario Mauricio Macri. Todas las analogías son imperfectas, pero las caricaturas resaltan semejanzas.
Desde sectores más lejanos a la expresidenta también se argumenta que para su postulación se coaligaron dos motivaciones siempre muy potentes para ella: la épica y la autopreservación. “Ser la primera mujer en presidir el PJ, como ella misma lo dice, glorifica lo que en otros tiempos hubiera sido para ella una defección. Al mismo tiempo, le da un cargo formal para blindarse frente a las malas noticias que presume recibirá de la Justicia. No es lo mismo ser la titular del Instituto Patria que presidenta del principal partido opositor. Un gran argumento para sostener que es víctima de una persecución política-judicial. Más lawfare que nunca”, explica un exfuncionario kirchnerista, hoy funcionario de Kicillof. Su condición de asimilado a ese espacio y no miembro pleno le permite decir lo que nadie en la mesa (ratona) del gobernador tiene permitido decir.
El malestar, la incomodidad y el silencioso o elíptico rechazo que la autopostulación de la expresidenta provoca en el cada vez más heterogéneo arco del peronismo no cristinista no se ha traducido, sin embargo, en la conformación de un polo dispuesto a enfrentarla.
Apenas el riojano Ricardo Quintela se animó a decir que sigue adelante con su intento de presidir el PJ y, con no poca insidia, destacó que continuará reuniéndose “cara a cara” con “todos los compañeros y compañeras”. Una forma de subrayar la distancia que impone la expresidenta. También, una forma de subirse el precio.
A su favor, “la jefa” cuenta aún con demasiados atributos que ningún aspirante a desbancarla puede mostrar. Además de su irreductible vocación de poder y su renuencia a cederlo, el vínculo emocional que construyó con una parte sustancial del electorado peronista no tiene competencia y en la historia solo lo superan Juan y Eva Perón. Los fracasos de sus gobiernos, las fallidas elecciones de candidatos y el paso del tiempo apenas si han adelgazado algo ese lazo con los fieles.
El vínculo emocional agrega a la expresidenta un handicap del que carecen cualquiera los aspirantes a sucederla: la hace inmune a las contradicciones y le da una plasticidad de la que el resto no goza sin correr el riesgo de caer en la contradicción y recibir el mote de traidor.
De esa manera, Cristina Kirchner puede pronunciarse, como lo viene haciendo desde el comienzo del actual gobierno, en favor de revisar dogmas que ella misma pudo haber consagrado antes. Desde la legislación laboral hasta las privatizaciones, pasando por las políticas educativas. Así enfrenta y ofrece una versión supuestamente superadora al clima de época. Mientras sus rivales internos terminan entonando las viejas canciones de protesta, aunque con base de trap, para disimularlo.
Para los cristinistas, no hay disonancias. Ella es la medida de todas las cosas. Lo dijo el camporista Mariano Recalde: “Cristina siempre decide en función de lo que es mejor para el conjunto”. Punto y aparte.
O como acaba de decir otro camporista conspicuo, como Eduardo de Pedro, sin sonrojarse ni hacer autocrítica: “El de Alberto Fernández no fue un gobierno peronista”. Sobre todo, porque, según explicitó, el expresidente nunca atendió los cuestionamientos hechos por Cristina Kirchner para corregir el rumbo (político y personal).
El llamado a la unidad que Cristina Kirchner expuso junto con su autoproclamación no ha despertado, por ahora, ningún aluvión de entusiastas dispuestos a sumarse más allá de su feligresía. La incomodidad tanto como la desconfianza abundan. El propio documento expresa los límites y las condiciones que “la jefa” establece. Y abundan los antecedentes, en los últimos 14 años, de la escasa disposición a escuchar disidencias por parte de la expresidenta.
El temor a que su decisión de salir de las fronteras del kirchnerismo termine achicando el peronismo, en lugar de remozarlo y ampliarlo, paraliza a muchos peronistas, que tampoco encuentran mejores destinos ni destinatarios.
Cristina corre el riesgo de ir a contramano de Néstor, pero, por ahora, nadie se anima a contradecirla con suficiente decisión y probabilidad de éxito. El Gobierno tiene otro motivo para festejar, además del 3,5% de inflación de septiembre.