La rebelión de Axel Kicillof empuja a Cristina Kirchner a la mayor crisis de liderazgo en dos décadas de tutelaje ideológico sobre el peronismo. Deja herido de legitimidad su probable triunfo como presidenta del partido, al reducir la facción desde la cual pretende dominar al resto. Ya no es el kirchnerismo, sino el reducto sectario de La Cámpora.
En esta guerra hereditaria no se discute un rumbo de país sino la artesanía del poder. Kicillof le reprochó a su histórica jefa que “la lógica del sometido o traidor entró en crisis”. No lo presenta como una cuestión de honor; lo que pasa es que “viene causando malos resultados”. Casi un homenaje al enemigo común, Javier Milei, fruto de la descomposición política, moral y económica del último experimento cristinista.
El gobernador enfrenta un drama existencial. Pensarse fuera del kirchnerismo equivale a repudiar su sangre. En público se ofrece como puente imaginario entre “los días felices” del gobierno de Cristina y un futuro venturoso con él como reemplazante del liberalismo antiestatal mileísta. ¿Cómo puede siquiera arrancar esa operación sin el sello de aprobación de la Jefa?
No es casual que se haya atragantado el miércoles en un acto en La Plata con las Abuelas de Plaza de Mayo, cuando los asistentes se pusieron a cantar “Cristina presidenta” en el instante en que él se disponía a dar un discurso.
Ella estaba al lado. Paladeaba un triunfo efímero. Su proyecto para conducir el PJ chocó con una pared de indiferencia y recelos. Si buscaba sobre todas las cosas blindar su liderazgo en la provincia de Buenos Aires, tuvo que soportar que la mayoría de los intendentes del conurbano tomaran distancia y exhibieran más entusiasmo por acompañar el lanzamiento de Kicillof como némesis de Milei. No es una opción barata para los caciquejos suburbanos: ella tiene los votos; él maneja el presupuesto provincial en la era del “no hay plata”.
n segundo plano está en juego la definición de las listas electorales de 2025. Kicillof no puede aspirar a ser presidente de la Nación si en su distrito quien digita el reparto de cargos es Máximo Kirchner, apuntalado ahora sin disimulos por su madre. Cuando dice que él no juega en ninguna interna no hace otra cosa que ampararse en el disimulo. La interna está en el aire que respira. Se filtra incluso en su dificultad para componer un repertorio de oposición a Milei despojado de los viejos hits que compuso su mentora y ahora adversaria.
Ella le reprocha ese defecto: cree que “hay una falta de consistencia en la estrategia para discutir el gobierno de Milei” y por eso se lanza a reclamar el volante del principal partido de la oposición. Pero no puede ocultar la indignación por el hecho de que su tantas veces protegido Kicillof fuera incapaz de optar entre ella y Ricardo Quintela para dirigir el PJ nacional. No es neutralidad, sino ingratitud y desprecio, traducen al lado de la expresidenta.
Fuera de las fronteras del Gran Buenos Aires, la influencia de Cristina se difumina. Su largo reinado dotó al peronismo de una coraza ideológica fuerte, pero le quitó la flexibilidad que lo convertía en el partido multiuso, capaz de adaptarse a los tiempos y dotar de orden al sistema en tiempos de disrupción.
Los peronistas de las provincias buscan desatarse en silencio de esa custodia que Cristina ha ejercido desde Buenos Aires, auxiliada por su hijo Máximo y la soldadesca de La Cámpora. Gobernadores e intendentes se aferran el pragmatismo y se acomodan a la época. Han sido patológicamente incapaces de unirse para enfrentar a la corriente dominante. Hacen lo que mejor les sale: “arreglar la propia”.
Milei pesca entre los despojos de un peronismo sin alma. Osvaldo Jaldo (Tucumán) es un libertario hecho y derecho. Raúl Jalil (Catamarca), Hugo Passalacqua (Misiones) y Gustavo Sáenz (Salta) aceptan cenar con el Presidente y se muestran dispuestos a “colaborar” con su revolución antiestatal. Daniel Scioli, todo un símbolo de lo que fue el kirchnerismo por interés, explicó así esta semana por qué aceptó asumir como funcionario mileísta: “A partir del momento en que el pueblo argentino define una elección en forma contundente y yo haberme quedado tranquilo de que hice todo lo posible para acompañar dentro de mi espacio político... y bueno, si se puede ayudar, ¿por qué no voy a ayudar?”
La Libertad Avanza (LLA) disfruta de las ventajas que tiene ser gobierno a la hora de intervenir en las discordias ajenas. Desordenar al peronismo es un ejercicio menos engorroso que definir la alianza todavía resbaladiza con el Pro. Karina Milei, a cargo del proyecto electoral, aspira a pactar con los gobernadores peronistas que le abran la puerta al oficialismo nacional y le ahorren el trabajo de armar una estructura libertaria desde los cimientos.
En las entrañas de la Casa Rosada anticipan que alentarán la formación de “todos los peronismos posibles” para el año que viene y más allá. “Los vamos a asistir en todo lo que pidan”, ironiza un integrante de la mesa chica del poder libertario. Hay intendentes como Julio Zamora (Tigre), Fernando Gray (Esteban Echeverría) y Guillermo Britos (Chivilcoy) que exploran una alianza antikirchnerista en la Provincia que podría ser una piedra en el zapato de Cristina, urgida de cada voto opositor disponible.
Ella corre con la ventaja de liderar las preferencias electorales en Buenos Aires, tal como reveló la última encuesta de Poliarquía Consultores. Los desafíos que le florecen podrían obligarla a ponerle el cuerpo a una candidatura legislativa que prefería evitar.
Los cambios en el sistema electoral le juegan en contra. La boleta única de papel en la categoría nacional le quita una herramienta de presión, ya que los cargos de legisladores provinciales y concejales se definirán con un método distinto (boleta de papel normal), sin efecto arrastre. Si Kicillof quiere, hasta podría fijar la votación local en un día diferente y quitarles incentivos de movilización a los cabecillas territoriales.
A Cristina la tomó por sorpresa la firmeza de Quintela, un enemigo irreconciliable de Milei que se propuso para presidir el PJ antes de que ella quisiera el mismo juguete. El gobernador riojano resistió la presión y presentó una lista separada. Arañó avales de donde pudo. Su desafío conectó con la frustración de peronistas del interior que quieren revisar el formato de un partido ideológico e inflexible como el que propone el cristinismo.
“En el conurbano da votos, pero a nosotros nos pone en peligro”, dice un gobernador del Norte que demanda un “debate profundo” para redireccionar al justicialismo. No es casual que al antimileísta Quintela lo estén apoyando “peronistas libertarios” como el tucumano Jaldo.
Hasta Victoria Villarruel se atreve a pescar en el río revuelto del justicialismo cuando homenajea a la olvidada Isabel Perón y reivindica un costado trágico del movimiento nacional y popular.
Cristina le quita hierro a las elección interna. “Si no fuera capaz de arrasar a Quintela, entonces no merecería ser la presidenta del PJ”, minimiza un colaborador de la expresidenta.
Aun si consiguiera el previsible triunfo, la esperaría el reto de reconstruir desde los escombros el edificio del peronismo. Debe doblegar a Kicillof sin desestabilizarlo. Como pretendida jefa territorial de Buenos Aires, no puede permitirse un fiasco en la gestión provincial. Carga con el antecedente tóxico de la aventura de Alberto Fernández en la Casa Rosada, afectada por la incompetencia del presidente, pero también por la sistemática sucesión de presiones ejercida por ella y su gente. El episodio del miércoles en La Plata, donde el gobernador y ella se saludaron fríamente sin dirigirse la palabra, pareció un déjà vu de aquel teatro de tensiones que vivía tan a menudo con Fernández.
Al obstáculo Kicillof se le suma otro más desafiante: ¿cómo hará para reclamar la soberanía sobre los peronismos periféricos, habitados por caciques que desconfían del rumbo que ella marca y que se encuentran interpelados de manera directa por la popularidad de Milei?
Los cristinistas fieles recuerdan la épica de 2019, que también se gestó desde el conurbano y contra la voluntad de gobernadores peronistas que ansiaban jubilarla y coqueteaban con un presidente de derecha. La ecuación requiere algo que no ocurrió hasta el momento: un fracaso del plan económico de Milei, del estilo del que vivió el macrismo. Cristina está convencida de que ese destino está escrito en las pirámides.
La historia vive de los matices. La crisis actual del peronismo se sucede a la par de un fenómeno completamente disruptivo y que hizo estallar en pedazos a todas las fuerzas nacionales precedentes. Milei, a diferencia de Macri, tiene una concepción de la política que lo acerca al peronismo: busca atraer a todo aquel que se tiente con las mieles del poder. Los que quieren “ayudar”, diría Scioli. Premia la obsecuencia y castiga sin piedad la crítica. Conecta desde la emoción y no desde la razón. Basta ver el descalabro que vive el radicalismo o la forma en que sectores del Pro se convierten fervorosamente a la religión libertaria.
En comparación con cinco años atrás, Cristina está más desgastada, con su base de fidelidad agrietada y a un paso de recibir la confirmación de una condena de cárcel e inhabilitación por corrupción en la obra pública. No ha hecho una autocrítica de su papel en el gobierno de Fernández y parece lejos de convertirse en el canal del descontento social con Milei y sus reformas.
La desafían Kicillof y sus intendenes. Se le anima un gobernador en default como Quintela. La ignora respetuosamente Gildo Insfrán. La abandona el sindicalismo clásico. Sergio Massa toma medida distancia. Sugieren, cada uno a su manera, que superar a Milei requiere reflotar un peronismo que ella clausuró; aquel que tenía la agilidad de girar con los vientos y poner por delante de todo el objetivo de alcanzar el poder.
Quizás no esté tan errada cuando rezonga contra “los Judas y los Poncio Pilatos”. Tiene demasiados enemigos enfrente, a los que no quiere darles el gusto de retirarse sin luchar.
Si Milei tanto desea ponerle el último clavo al ataúd del kirchnerismo, más le vale apurarse. Es feroz la competencia por llegar primero.