Cuando una pieza literaria o audiovisual contiene escenas no aptas para menores, es posible tomar dos caminos: clasificarla para mayores de 18 años y excluirla de ámbitos en los cuales participan menores de edad (como escuelas) o editarla para poder difundirla, esto último significa cortar las escenas de sexo explícito, por ejemplo. Este recurso ha sido ampliamente utilizado en televisión a lo largo de décadas. Lo llamativo es que, ni docentes ni directores de escuelas estén familiarizados con este tipo de prácticas. Tal es así que, en diversas escuelas del país, se han dado a leer obras que poseen fragmentos con contenido sexual explícito. A mediados de 2022, padres de alumnos de segundo año del colegio privado Pablo VI de Neuquén han expresado su descontento a causa de este tema.
Las quejas se han ido incrementando desde entonces a lo largo y ancho del país hasta que el tema en cuestión se ha politizado y agrietado. Un bando se propone defender a los autores y a sus libros de una queja que interpretan como censura. Otro bando se escandaliza ante el material de lectura recomendado usando la indignación como otra forma de ataque a un partido político que detesta. La grieta aparece en forma reiterada impidiendo que se discutan temas, y se pase a defender a bandos. Mientras tanto, abunda el desconocimiento en relación a qué contenidos son o no aptos para determinadas edades y se vuelven a debatir cuestiones que ya habían sido tratadas cuando apareció el cine y la televisión.
Lectura colectiva del libro Cometierra en el Teatro Picadero. La obra, incorporada en las bibliotecas de escuelas secundarias bonaerenses, disparó una encendida polémica la última semana
Desde hace tiempo se practica en televisión la edición de películas para volverlas ATP.
¿Por qué una escuela secundaria no puede tomarse el mismo trabajo con el material de lectura? ¿Por qué sugerirles a menores de edad libros con escenas de sexo explícito?
Algunos se justifican, argumentando que en el celular se ve de todo, sin comprender que el celular pertenece al mundo del entretenimiento y es de uso individual, mientras que la escuela pertenece al ámbito educativo y tiene el poder de obligar a acceder a determinado material a un grupo de personas heterogéneo. Y en el ámbito educativo, los contenidos, cuando no son aptos para determinada edad, deben ser adaptados.
Fue en las décadas de 1960 / 1970 cuando surgió la clasificación de contenidos audiovisuales por edades. Tanto pediatras, como padres y educadores mostraban una creciente preocupación por los menores, quienes podían estar expuestos a estímulos de violencia, sexo o lenguaje inapropiado a través de esas luminosas y atractivas pantallas. La American Academy of Pediatrics (AAP) y la National Parent Teacher Association, por ejemplo, fueron fundamentales en Estados Unidos al abogar por una clasificación clara de las películas y otros contenidos dirigidos a menores. Fue en ese contexto, que los gobiernos y organizaciones de todo el mundo comenzaron a implementar sistemas de clasificación. En Estados Unidos, por ejemplo, la creación del sistema MPAA en 1968 permitió categorizar las películas en función de su idoneidad para diversas edades. Sin embargo, la literatura no ha seguido el mismo camino, lo que plantea un vacío regulatorio. Si bien existen algunas guías recomendadas por organizaciones como la American Library Association (ALA), estas son meras sugerencias, no regulaciones estrictas. La falta de un sistema estandarizado deja a los educadores, bibliotecas y editoriales con una libertad que, aunque favorece la variedad, también implica riesgos al exponer a los menores a libros con contenido sexual explícito, que podrían no ser apropiados para su etapa evolutiva.
Cuando una escuela brinda sugerencias de lectura a menores de edad, posee la obligación de clasificar el contenido y asegurarse de que los mismos sean adecuados para la edad de los alumnos. Los numerosos reclamos de grupos de padres durante estos últimos años han dejado en evidencia una falta de reglamentación en el ámbito escolar respecto a la obligatoriedad de contar con una clasificación de contenidos por edades.
Los contenidos sexuales explícitos pueden generar confusión, ansiedad, excitación en los alumnos, impactando de modo diferente en cada uno. La sobreexcitación interfiere negativamente en el aprendizaje. Es por eso, que este tipo de contenidos siempre han sido excluidos del ámbito escolar, espacio donde se prioriza el intelecto por sobre la sensación. La exposición a este tipo de estímulos puede fomentar la aparición de sensaciones corporales en un momento y espacio inadecuados. ¿Por qué buscar el impacto en una escuela? Recurso que siempre ha sido utilizado por el ámbito del entretenimiento.
A diferencia de otras áreas del desarrollo humano, como el físico, donde existen patrones más estandarizados de desarrollo, el desarrollo sexual puede comprender un amplio rango de edad y no es posible hacer una generalización sobre cómo los contenidos sexuales afectarán a cada uno. Mientras algunos alumnos pueden estar preparados para abordar ciertos temas a una edad temprana, otros pueden no tener la madurez necesaria hasta varios años después. Esta disparidad implica que, en el contexto escolar, no se debe asumir que todos los adolescentes se encuentran en el mismo nivel de desarrollo psicosexual, a pesar de poseer la misma edad cronológica.
Más allá de las amplias diferencias que puede haber en un mismo grupo etario, hay un factor que tiene que ver con la estimulación: dar a leer contenido sexual explicito podría estimular el deseo y provocar excitación en el alumno. Que docentes, directivos y militantes desconozcan este hecho, o lo conozcan y naturalicen, es una señal de alarma.
Es fundamental que los adultos puedan discernir qué es adecuado y qué no y en qué contexto. De lo contrario, ¿quién protege al menor?