Los sistemas educativos son por naturaleza rígidos ante el cambio o, en sus mejores versiones, lo ralentizan. Además, tienen una gran burocracia administrativa que se ocupa de la gobernanza de un entramado de instituciones que son singulares, muy distintas entre sí, aunque la distancia entre unas y otras sea de solo algunas cuadras. Asimétricas en lo bueno y en lo malo, dispares en su calidad, diversas en su composición sociocultural, en su financiamiento, en el contexto donde desarrollan su función y en la cultura que despliegan y las distingue.
Los sistemas buscan uniformizar una realidad extraordinariamente diversa; de allí el debate académico entre descentralización o centralización para su gerenciamiento. O algo intermedio. También, parte de la particularidad del sector educativo es que es “mano de obra intensivo”, dado que requiere muchos recursos humanos y más del 90% de su presupuesto se va en ello. Docentes, directivos, personal auxiliar conviven con estudiantes en un espacio físico llamado escuela, dividido en aulas, espacios comunes y lugares de formación específicos, como los laboratorios. Mayormente, casi unánimemente, aún es así. Como hace 200 años.
Y seguimos tranquilos, como si nada, a punto de iniciar un nuevo ciclo lectivo, sin darnos cuenta de que una ola nos está pasando por arriba hace tiempo, transformándolo todo, fundamentalmente a nuestros alumnos y el modo que tienen de acceder al conocimiento y el aprendizaje. Por otra parte, a nivel individual, disociamos lo que hacemos privadamente en cuanto a cómo nos informamos, entretenemos y educamos y nuestras prácticas en las aulas. El peso de la historia, lo conservador de los sistemas nos terminaron colonizando. En un alarde de “aversión al pesimismo” ignoramos lo que nos parece negativo. O, en este caso, puede hacer tambalear, desaparecer o rediseñar por completo nuestra forma de educar.
Inerciales, abrumadoramente presenciales, aterrorizados por la tecnología y enfrascados en problemáticas de base (que los estudiantes no abandonen, que aprendan lo mínimo indispensable y que asistan “x” cantidad de días al aula) y medievalizados en materia tecnológica por una fosa hecha de falta de recursos y dificultades de adaptación al mundo de hoy, el sistema educativo y la escuela están anclados, tironeados por un pasado conservador en modos y regulaciones.
La ola que viene (y que ya está en curso), como explica Mustafa Suleyman, está definida por dos tecnologías claves: la inteligencia artificial (IA) y la biología sintética, que apuntan a los fundamentos de nuestro mundo, la vida y la inteligencia. Y, junto a lo que se potencia con ellas (robótica, informática cuántica), conforman un proceso que no dejará nada igual. Una oleada general, hiperrrevolucionaria, de rápida evolución, con múltiples canales de difusión, de impacto asimétrico y cada vez autónoma. Por lo tanto, incontenible.
“…Una ola es un conjunto de tecnologías que confluyen al mismo tiempo, impulsadas por varias tecnologías de uso general nuevas y con profundas implicaciones sociales…”, explica el británico, pionero en investigación en IA desde que fundó DeepMind en 2010 (que luego vendió a Google). Preocupado por que la nueva ola provoque más beneficios que daños, analiza el mundo que vivimos a caballo del que inexorablemente está siendo.
La palabra educación casi no se menciona en su libro Tecnología, poder y el gran dilema del siglo XXI. La ola que viene, escrito junto a Michael Bhaskar, pero cualquiera se da cuenta de que es el fundamento de lo que explica con agudeza, sentido común y ausencia de prejuicios. Ciencia, tecnología, centros de investigación, universidades, emprendedores, divulgación científica, patentes, investigaciones de código abierto, dinero público y privado, empresas. Impensados sin sistemas educativos que busquen transformarse.
Sistemas que requieren formar parte de acuerdos públicos y privados, en el seno de estrategias nacionales propuestas por elites que piensen políticas frente al mundo que viene. En donde más dinero fluya hacia la ciencia y el desarrollo. Como ocurre en China, Estados Unidos, la UE y en un actor que avanza sin pausa: la India. Mientras tanto, en la Argentina los esfuerzos en pos de ello son individuales y dispersos, sin un vértice de política de Estado donde converger y potenciarse. En educación seguimos anclados, aferrados a un pasado que nos da comodidad pero que nos quita futuro. Y que será arrasado tarde o temprano por la ola que viene.