“No tengo ganas de nada”, “no quiero vivir”, “quiero estar todo el día con el celular o durmiendo”, o directamente “no quiero ir más al colegio”, son algunas de las frases, cargadas de dolor, que escucha cada vez con más frecuencia en su consultorio la psiquiatra infanto-juvenil Silvia Ongini, especialista del Hospital de Clínicas José de San Martín, la institución escuela que depende de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Los casos de niños y adolescentes que atraviesan problemas de salud mental representan un problema multicausal cuya onda expansiva alcanza a todos, independientemente del género y de la clase social.
Ellos se ven afectados por un entorno que es complejo por motivos diversos, que van desde una visión gris sobre el futuro, el bullying, los trastornos que genera la hiperconectividad y problemas alimenticios, entre muchos otros. Y todos estos factores se traducen en una cifra alarmante: en el Hospital de Clínicas las consultas por cuadros depresivos en edades tempranas han aumentado casi un 30% (de 770 a 1001 pacientes) entre 2023 y 2024. En este problema complejo, afirman los expertos, anida una de las grandes tragedias del presente y el futuro.
La cifra surge de un informe elaborado por el hospital escuela que pone el foco en la prevención de las enfermedades no transmisibles.
Desde el Departamento de Pediatría del Clínicas destacan que en los últimos cinco años no solo han crecido los diagnósticos de ansiedad y depresión en menores de edad, sino también las consecuencias más severas de estos cuadros, como el aumento de intentos de suicidio en adolescentes y adultos jóvenes. En este sentido, la Organización Mundial de la Salud (OMS) señala que el suicidio es la tercera causa de muerte entre personas de 15 a 29 años, lo que refuerza la urgencia de tratar el problema de manera integral.
Según explicó Ongini, el incremento del 30% corresponde principalmente a nuevos casos: “Llegan con síntomas compatibles con cuadros depresivos: alteraciones del sueño, irritabilidad, aumento o pérdida de peso, bajo rendimiento escolar y aislamiento”.
Uno de los datos más alarmantes, según Ongini, es la edad de los pacientes: “Nos están derivando chicos de 7 u 8 años con frases como ‘me quiero matar’ o ‘me quiero morir’. Esto antes no lo veíamos con tanta frecuencia”.
Y agregó que muchos chicos llegan derivados por pediatras que detectan cambios en la conducta, o por otros servicios del hospital como Neumonología o Cirugía. “En general, los chicos no piden ir al psicólogo. Pero hemos tenido casos de niños de 8 años que le pidieron a sus padres ayuda porque no se sentían bien”, indica la especialista.
Y esta alerta roja no solo suena en el Clínicas. Rolando Salinas, jefe de Salud Mental de Hospital Alemán, dice a este medio que en relación a la prepandemia, las consultas crecieron un 200% si se considera todas las franjas etarias. “Vemos un aumento de consultas por depresión y trastornos de ansiedad, conductas autolesivas e ideación suicida, además de trastornos de la conducta alimentaria, del comportamiento, con dificultades en la relación con pares y en el rendimiento escolar”, describe Fernando Zan, jefe Servicio de Salud Mental Pediátrica del Hospital Alemán.
Ongini explica que los signos de depresión en menores pueden diferir de los observados en adultos. En niños pequeños, los síntomas suelen manifestarse como irritabilidad, baja tolerancia a la frustración, berrinches frecuentes, impulsividad, alteraciones del sueño y cambios en la alimentación. No es común que los chicos deprimidos presenten un desgano absoluto, como se observa en los adultos, sino que suelen volverse más inquietos, ansiosos o irritables. En los adolescentes, por el contrario, la depresión puede registrarse con aislamiento social, cambios en los hábitos y en la relación con sus cuidadores, desinterés en actividades que antes disfrutaban, fluctuaciones en el peso, problemas de sueño y alteraciones en el estado de ánimo.
Entre los factores que pueden desencadenar la depresión en niños y adolescentes se encuentran antecedentes familiares de trastornos mentales, situaciones de estrés sostenido, duelos, maltrato, bullying, abuso sexual, acoso en redes sociales, aislamiento, enfermedades crónicas y problemas socioeconómicos. La depresión materna durante el embarazo y el período posparto también puede ser un factor que predispone en la infancia temprana.
Uno de los principales obstáculos para el abordaje de la depresión en la infancia y la adolescencia es el estigma que aún persiste en torno a los trastornos mentales. Muchas veces, los síntomas se minimizan o se confunden con problemas de conducta, lo que retrasa la consulta profesional y agrava el cuadro. De acuerdo con Ongini, es fundamental que las familias y el entorno escolar estén atentos a los cambios en el comportamiento de los niños y adolescentes para poder intervenir a tiempo.
Juana Poulisis, psiquiatra especializada en trastornos alimentarios, opina que en la actualidad la institución académica ha perdido fuerza como autoridad y contención: “El maestro ya no tiene el mismo rol de antes, porque tiene múltiples trabajos y las familias ya no lo ven como una figura de referencia. Al mismo tiempo, se le exige a las escuelas que resuelvan problemas que, en realidad, deberían abordarse en casa”.
Además de la escuela, otras instituciones que históricamente ofrecían redes de pertenencia y sostén también han perdido protagonismo. “Los clubes eran espacios de encuentro para chicos y familias. Hoy ese hábito se perdió. Lo mismo sucede con las iglesias y templos, que brindaban un sentido de comunidad, de no estar solos”, analizó Poulisis.
Más allá de la falta de contención, la psiquiatra identifica otros dos fenómenos simultáneos para explicar semejante aumento de las consultas: “Por un lado, hay mayor visibilización [de los problemas]. Eso hace que se consulte antes. Pero también hay más prevalencia. Los síntomas depresivos y ansiosos aumentaron. Esto se relaciona con los cambios estructurales de estilo de vida”.
La especialista también relaciona este aumento con la incertidumbre socioeconómica y la pérdida de sentido del futuro. “Muchos adolescentes sienten desesperanza: ‘¿Para qué voy a estudiar o ahorrar?‘. La pandemia, además, actuó como un gatillo que profundizó problemas preexistentes”.
Y a todo esto se le suma la exposición al ciberacoso, los ideales de belleza imposibles y vidas aparentemente perfectas en redes sociales que erosionan la autoestima.
Según Poulisis, los estudios muestran que adolescentes que usan pantallas más de seis horas diarias presentan síntomas de depresión y ansiedad mucho más intensos que aquellos que las usan dos horas al día. “El cerebro adolescente está en formación hasta los 25 años, y la hiperestimulación digital genera un circuito dopaminérgico similar al de una droga: estímulo, placer, vacío, ansiedad, craving [un deseo intenso y difícil de controlar], búsqueda constante”.