En cumplimiento de una amenaza contra miembros de las Fuerzas Armadas proferida por Mario Santucho, líder del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), dos grupos operativos de dicha organización concretaban un acto planificado en San Miguel de Tucumán el 1° de diciembre de 1974. El capitán del Ejército Humberto Viola, acompañado por su familia, vio cómo rodeaban su automóvil mientras estacionaba. Su esposa, María Picón, ya había descendido, no así sus hijas, María Cristina, tres años, y María Fernanda, de cinco.
Integraban el grupo atacante, al mando de Hugo Irurzun, Francisco Carrizo, José Martín Paz, Rubén Jesús Emperador, Fermín Núñez, Miguel Norberto Vivanco y Svante Grände. Según la crónica de los propios asesinos en el parte de guerra que emitió la compañía del ERP autodenominada Ramón Rosa Giménez, el primer disparo, un escopetazo a distancia, destrozó el parabrisas y el parante del vehículo. Uno de los atacantes introdujo una ametralladora por la ventanilla y disparó. En un intento por salvar a sus hijas, Viola bajó y se alejó como pudo del automóvil, dispuesto a atraer los disparos hacia sí. Resultó baleado por la espalda “a la altura del pulmón izquierdo”. La referida crónica reseña que “el compañero ametralladorista lo remata con un tiro en la cabeza y retorna al auto” mientras otro dispara a quemarropa un escopetazo y un tiro de gracia con un revólver Calibre 38. Viola y su hija menor murieron, mientras que María Fernanda pasó cuatro meses en coma y debió someterse a ocho operaciones, tras lo cual quedó con heridas y lesiones para toda la vida.
El absurdo criterio según el cual los delitos de lesa humanidad solo podían ser cometidos por agentes estatales y no por guerrilleros es todavía inexplicablemente mantenido por nuestros tribunales
Cinco de los atacantes fueron detenidos y condenados, pero terminaron en libertad sin cumplir la totalidad de la pena, beneficiados por el 2x1 que computó, además, dos días por cada día efectivo en prisión preventiva. Indigna que cuatro de los cinco condenados por los asesinatos resultaran indemnizados por el Estado argentino en virtud de las leyes reparatorias dictadas en democracia, y cobraran sumas siderales pagadas con nuestros impuestos.
Esta tan trágica y absurda como larga pesadilla de locura, muerte e injusticia, comenzó a repararse hace pocos días. El gobierno del presidente Javier Milei llegó a un acuerdo amistoso con María Fernanda Viola, quien, junto a su madre ya fallecida, había demandado al Estado argentino ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El reclamo había sido rechazado por el presidente Alberto Fernández, amparándose en la doctrina establecida por la mayoría de la Corte Suprema respecto de que los delitos de lesa humanidad solo podían ser cometidos por agentes estatales y no por guerrilleros. Tan absurdo criterio es todavía inexplicablemente mantenido por nuestros tribunales. Desde la reapertura de los juicios por los hechos de la década del 70, este condujo a una persecución selectiva y parcial contra los militares y otros agentes estatales, mientras se indemnizaba generosamente y dejaba impunes a los asesinos terroristas.
Razones políticas, ideológicas y económicas, teñidas de odio y revanchismo, que muchos pretendieron revestir de insostenibles argumentos jurídicos, afectaron el fiel de una balanza denivelada
María Fernanda, en un gesto que la enaltece tanto a ella como a la memoria de sus padres y su hermana, ha renunciado expresamente a recibir cualquier clase de indemnización pecuniaria del Estado argentino, pidiendo únicamente que se cubran los gastos propios de la demanda. Este valioso precedente debería dar lugar a nuevos pronunciamientos judiciales en el mismo sentido. Razones políticas, ideológicas y económicas, teñidas de odio y revanchismo, que muchos pretendieron revestir de insostenibles argumentos jurídicos, afectaron el fiel de una balanza desnivelada que nunca logró disimular el execrable rostro de la injusticia.